A Costa da Morte
Galicia, España
A COSTA DA MORTE
Hay quienes volvemos al mar por respuestas, incluso aunque no tengamos preguntas formuladas. Así fue que, en diciembre 2020, durante la pandemia, descubrí La Costa da Morte en Galicia.
El primer contacto fue con la majestad ineludible de su nombre, la leyenda que le precede: las historias de naufragios, ese temperamento marino que me recordaba el cierre de un poema de Yorgos Seferis:
“Cuando bajamos a los puertos el domingo
a respirar miramos encenderse en el ocaso
tablones rotos de unos viajes que nunca han terminado”
Visitarlo fue confirmar que “la belleza es el inicio de lo terrible”, como escribió otro poeta, Rilke. Fue ineludible esa sensación cuando entre la bruma asomaron los acantilados para recibirme. Una bruma que sólo se disolvió tras una lluvia fuerte y ruidosa que parecía conectar al cielo con el mar, indivisibles.
La siguiente sensación fue la de estar no en un país ni en un sitio delimitado por fronteras artificiales, sino un lugar ajeno al tiempo, delineado por el propio paso milenario de sus olas. Un lugar que es en sí mismo inicio y fin, posibilidad que le da una nueva dimensión a su nombre y profundidad a uno de sus confines: Cabo Finisterre, el fin de la tierra.
Y a la vez, otra disonancia, o quizá dualidad: para ser la costa de la muerte, lo que hallé fue un lugar perlado de vida: mar y campo, gaviotas, pescadores y granjeros, los hijos del mar y de la tierra. Comida, charla, colores encendidos en las casas allende el puerto. Un viento fuerte que parecía estar en diálogo activo con el enérgico rumor de las olas. Al fondo, un faro encendido entre la bruma, cuya luz encendida era una seña y una invitación.
He creído en la fotografía como un arte de archivo, que hace perdurar momentos irrepetibles. Y he creído en ello sin conceder que la imagen fotográfica es estática: pienso que insinúa el movimiento, las historias que se salen del marco y la elocuencia de su aparente silencio. Y ahora creo que La Costa da Morte me lo ha hecho entender mejor: con la cámara no buscaba el paisaje, sino que operé como quien documenta el proceso de un pintor o un escultor; no perseguí imágenes sino sensaciones, los sonidos del vacío, el resplandor de los faros solitarios, los eternos vigilantes, la voz de los acantilados, de las piedras que resguardan secretos y algas, del oleaje pincelado, de la bruma envolvente, de las nubes y plantas que bailan húmedas con el viento.
Regresé dos años seguidos para vivir la costa de Galicia en el mes menos visitado, en pleno invierno. Volveré cuantas veces pueda porque sólo ahí, paradójicamente, en un lugar que lleva en su nombre la inmensidad de la palabra “muerte”, creo haber comprendido mejor la vida.
Este es un homenaje al esfuerzo de los que aman y cuidan de la naturaleza, de los que salvaron y permitieron que siga existiendo este mar.
Eloísa García Guerrero